miércoles, 30 de diciembre de 2009

Estógama

Y estógama, que ese dia se sentía muy contenta, se cosió los coloretes color púrpura y caminó hasta la farola. No quiso mirar atrás por si le invadiera el deseo de volver a sentarse en el suelo a jugar a las canicas con su hermano pequeño.

Estógama siempre pensó que es mejor mirar mucho hacia delante, poco hacia atrás e intentar que las rodillas no tiemblen demasiado cuando miras de reojo a los lados. Hoy corrió el último tramo hasta la farola. Bueno... por si acaso.

Estógama se sentó al llegar, cruzó las piernas a lo indio, como hace mucho años había hecho tantas veces cuando jugaba a las canicas con su hermano pequeño. Se sentía extraña.

Y se levantó.
Y se cosió la sonrisa.

Ya sabeis... ahora tocaba la rayuela.

jueves, 24 de diciembre de 2009

doce campanadas y un fantasma solitario (I)

Suena una campanada en la lejanía, y después otra. Resuenan cruzando los solitarios campos, atravesando las susurrantes hojas de los árboles, introduciéndose por los recovecos de los muros derruidos. Se oyen, una detrás de otra, en el patio abandonado y rebotan entre las paredes mohosas de la gran sala. La oscura silueta de lo que un día fue un castillo se difumina en la noche en medio de un inmenso vacío. Una colina, un páramo desierto, unas ruinas negruzcas. Y a lo lejos, en lo alto de alguna iglesia sombría, suena una nueva campanada. Y otra, otra, y otra... hasta doce. Es la hora, siempre a las doce.

Un rumor tenue de cadenas que se arrastran estremece las piedras del corredor. El suave murmullo de una tela lo acompaña. Un ingenuo ratón chilla al paso de una sombra y la luz de la luna, que ha vencido a los gruesos muros colándose por las rendijas, produce un destello en el frío metal. Se pondrían los pelos de punta de quien estuviese allí, escuchando y observando, probablemente escondido en el negror de la escalera medio derruida. Pero allí no hay nadie que vea, nadie que escuche y mucho menos, con quien hablar.

El fantasma Casimiro suspira en su desánimo los retazos de su esperanza. Allí no hay nadie salvo él, con su sábana y sus cadenas. Nadie, aparte de los ratones que huyen cada noche cuando sale. Su soledad, que dura ya siglos, parece ser lo único que se resiste a derrumbarse en ese viejo castillo. Su soledad y su tristeza, que poco a poco, con el transcurso de los lustros, se fue convirtiendo en resignada melancolía. Si hubiese podido, hubiese muerto por una sola noche de compañía. Pero la muerte ya era cosa del pasado, un pasado muy, muy lejano.

Y el fantasma Casimiro se sigue sintiendo sólo en la noche, con su sábana blanca y sus cadenas.

lunes, 14 de diciembre de 2009

enfado!

Y la luna que acabará por caerme mal. Siempre me mira desde allí arriba con su sonrisa constante, y claro, muchos años lleva ella así de fresquita, blanca y reluciente... pues yo hoy aprieto y aprieto los labios fuerte fuerte hasta que se me claven los dientes en la carne. Y es que no me apetece sonreír.

Y ella mientras brilla me comenta: ¡es que eres tan bonita cuando dejas a las nubes de algodón invadir tu boca caprichosa!

Nubes, nubes... venid y cubridla, que así por lo menos, sin notar sus caricias delicadas y sin mirar la porcelana de sus mejillas no parecerá que esté triste por nada.

¡Hoy no tengo ganas de reír!

Y punto en boca.

jueves, 10 de diciembre de 2009

miércoles, 2 de diciembre de 2009

telegrama: asfixia

Si me hiciese sentir mejor pensar que nada de esto va conmigo. Pensar, que mañana creeré que no existió hoy. Que tampoco existió ayer... o todos estos años. En el fondo, nunca fue distinto a aquéllo que ahora veo, por lo que ni siquiera soy capaz de hacerme a la idea de vivir una vida distinta a ésta. Si pudiese salir a caminar hasta encontrar un lugar con un poco de paz... algún lugar para sonreír. Buscando un lugar para escapar.

Tantas decepciones...

Creía que podría evadirme de la realidad y sonreír como una marioneta aparentando que todo está bien. Pero no es así. Piensa mal y acertarás. Pues yo siempre acierto.

Utilizando la razón y la lógica. Rascando el corazón sin dejar secar las lágrimas al sol. Franqueza. Nada sirve contra cubitos de hielo.

Egoístas y personas que yo no conocía. Maldad. Espero no ser así. Espero salir de aquí.

Capaz de refugiarme en algún lugar con alguien que quiera arroparme. Que me convenza que todo va a ir bien porque se ha salido de cosas peores. No hay de qué quejarse. Una cosa o la otra. Pues yo escojo ésta. Aunque me haga llorar como esa botella recién salida del frigorífico.

El cielo cae sobre mi. Las nubes se agolpan. Se empujan. Hasta que empieza a tronar. Es zona de tormentas y estamos en abril. Siempre estamos en abril. La lluvia inunda la calle y la almohada de mi cama.

Un grito ahogado en la soledad. Deseos de gritar al mundo que me quiero ir de aquí. Quiero desaparecer. Nada de este mundo me conforma. Sólo intento seguir respirando. O no.



Correr, llorar y después gritar.
Caigo al suelo.
Y no respiro.
Duermo.





Y las lágrimas siguen mojadas bajo la esfera.

sábado, 28 de noviembre de 2009

ayúdame... por favor

—Entra.

—¿Qué?

—Que entres… por favor.

Miré la puerta azul que nos separaba. Estaba vieja, llena de nombres grabados con la punta de una llave o pintados con rotulador. Parejas de nombres, escritos juntos, con “te quieros” y “4ever” alrededor. Vi el picaporte moverse ligeramente, casi una ilusión. Y la puerta se abrió un centímetro.

—Por favor… necesito tu ayuda –casi suplicó la voz de dentro.

Respiré hondo. Odiaba ese sitio, no me gustaba cómo olía, no me gustaba la gente a la que me encontraba allí, pero a veces no había más remedio que ir. Y, a veces, no había más remedio que entrar. Suspiré y empuje la puerta, tan sólo unos pocos centímetros más.

—Pasa –dijo, abriendo la puerta para dejarme sitio, y escondiéndose detrás de ella, para que no la pudieran ver desde fuera.

La miré a los ojos. Me miró brevemente y bajó la cabeza. Esos ojos oscuros que siempre estaban ahí. Siempre.

—¿Qué pasa? –pregunté casi en un susurro.

—Mira –dijo señalando con la punta de la nariz hacia abajo. Bajé la mirada hacia su cinturón, hacia sus manos que se encontraban casi agarrotadas alrededor de la hebilla…

—Qué –inquirí, frunciendo el ceño para fijarme mejor. No terminaba de entender…

—No puedo salir.

—¿Qué? –levanté la cabeza de golpe y la volví a mirar a los ojos.

—Que no puedo salir, cojones. Que he entrado a esta mierda de váter porque me meaba y no puedo quitarme el cinturón.

Miré de nuevo el cinturón. Y luego sus ojos. Y volví a mirar el cinturón y después a sus ojos.

Y me eché a llorar. Directamente. Sin pasar por el trámite de reír hasta que se te saltasen las lágrimas. Simplemente, éstas llegaron casi antes que la carcajada. Y la carcajada llegó, vaya que si lo hizo. De repente, éramos dos (casi) mujeres independientes, modernas, con un futuro prometedor, metidas en un cubículo de uno por uno, con un váter de plastiquete haciendo las veces de decoración y una de nosotras encerrada en sus propios pantalones. Y además, pegándole collejas a su amiga para que se dejara de reír. No podía más. Me apoyé en la pared. En condiciones normales, me habría muerto del asco de tocar aquella pared de azulejos que un día debieron de ser blancos, o algún color similar, pero no podía seguir en pie sin un punto de apoyo. Me dolía la barriga. Me dolía la mandíbula. Posiblemente me pegué algún cabezazo contra la puerta en una de las carcajadas. Me fui escurriendo, dejando los bonitos azulejos a mi paso de un gris más brillante. Mientras me gritaban que era una cerda y que parara de reírme. Pero la voz que me lo ordenaba no estaba seria. Levanté mi húmeda mirada y la vi, de pie, apoyada en la pared de enfrente (a escasa distancia de mí, el espacio no daba para más). Y también se reía. Y también lloraba.

Cuando conseguimos mantener mínimamente la compostura, forcejeamos con su cinturón. No era tan fácil como podría parecer en un principio. Tiramos, empujamos, empleamos más maña que fuerza y al final lo rompimos. Ya estaba: mi amiga era libre.

Salí de allí y esperé, riéndome contra otra pared (y siendo observada por todo el mundo como si fuera una lunática) a que terminara sus menesteres.

Y mientras miraba la puerta azul pensé que quizá algún día escribiría nuestros nombres en ella con la punta de una llave y un 4ever al lado.


miércoles, 25 de noviembre de 2009

mentí

Mentí. Cuando dije que podría con todo, mentía. Cuando aseguré que no importaría lo que viniese, mientras nos tuviéramos, cuando dije que saldríamos adelante como siempre. Mentí cuando prometí vencer indefinidamente. Cuando juré que no me rendiría jamás. Cuando garanticé que los buenos tiempos estaban por llegar…

Mentí, pero no sabía que lo hacía, porque creía decir la verdad. O quería creerlo. O puede que quizá nunca lo creyese, pero lo dije, y en voz alta, para que me oyeras. Para oírme a mí.

Pero, si mentí entonces, ¿qué me queda ahora?

Supongo que seguir mintiendo otra vez más.

viernes, 20 de noviembre de 2009

un pasillo


Sobre mis pies descalzos me sostengo tambaleante frente a este pasillo largo y recto. Pasillo que, bien esté decirlo, hace un rato solo tenía sol. Se trataba de tiempos de libertad y, aunque ahora no lo parezca, yo corría hacia el final.

Una mano que cubre mis ojos y otra que no sabe lo que toca.

Cuando me quedo callada y contengo la respiración no puedo escuchar nada más allá del movimiento rítmico de un corazón que bombea cerca de mi oído. Cuando me pongo de puntillas, pierdo el equilibrio y debo volver sobre mis talones si creo que alguno de mis desprotegidos pies dará un paso en cualquier dirección. No conozco lo que hay más allá de ellos. Tampoco sé lo que hay bajo los mismos. Solo sé que logra sostenerme aquí arriba. Es tan fácil retirar la mano de mis ojos y comenzar a caminar...

Una nube de tormenta oscura que se acerca cuando el sol se despide. Te envuelve el olor a humedad y solo tienes ganas de esconderte para que nadie te pueda ver. Si no retiro la mano de mis ojos, no me muevo un centímetro. Mis pies, que en este instante pesan como el plomo se convierten en pequeñas nubecitas de algodón al alba. Ya sabes, el amarillo que calienta su nuca es mi más fiel aliado. Pero aún así, no permito que sus rayos, deseosos por atravesar las rendijas de las ventanas de este pasillo, alcancen siquiera la repisa. Mi mano está sobre mis ojos y no es una tontería. La nube se acerca, va a llover, las lágrimas resbalarán hasta mi pijama.

Que moje la lluvia.
Es que a veces se me olvida que tengo paraguas.

Se esfuman los cuatro dedos de la oscuridad dejando asomar mis pupilas dilatadas como olivas negras tras el rocio.
Dejo avanzar mi otra mano hacia el frente que, temerosa, busca algo entre el vapor ennegrecido. Unas yemas familiares rozan mi palma. Los dedos me agarran firme.

Y veo.