domingo, 8 de noviembre de 2015

Trapos y cristales

La muñeca de trapo vio al monstruo de los cristales. Cuando lo encontró, ya estaba hecho de pedazos puntiagudos y cortantes, capaces de desgarrar la delicada tela que tenía por piel si no se acercaba con cautela. Ella también estaba hecha de retales, pero eran suaves, de seda, algodón y terciopelo, y estaban unidos entre sí con cuidadosas puntadas de hilos de colores.

Los dos estaban rotos aunque eran diferentes. Él daba un poco de miedo. Ella era muy cabezota.

Dio unos pasos hacia él, viendo su reflejo deformado en cada esquirla vidriada. La luz lo atravesaba formando arcoíris desordenados. Era hermoso, la verdad. Sólo había que saber mirar. La muñeca de trapo torció la cabeza con curiosidad. El monstruo no se movió hacia ella, pero tampoco en dirección contraria.

En realidad, contenía su helada respiración. Él daba un poco de miedo pero en el fondo estaba asustado: ella podía dar media vuelta en cualquier momento…

La muñeca entornó sus ojos dispares. Tampoco era bonita, en un primer vistazo. Sin embargo era blandita y confortable y sonreía si le acariciabas el pelo de lana. Pero eso no lo sabías si sólo la mirabas con desdén en la distancia. No podías saberlo si únicamente te fijabas en lo distintos que eran los tejidos que la cubrían, en que todos esos colorines no combinaban entre sí o en que no habían encontrado dos botones iguales para coser en su cara regordeta. No, un primer y rápido vistazo no podía hacerte comprender que todo eso la hacía única. A ella ya le daba igual. Los jirones de trapo que formaban su corazón se habían dejado de deshilachar con el paso de las decepciones.

Dio un par de pasos más hacia él. El monstruo temía que se acercara demasiado y pudiera cortarse con los añicos de su alma. No sería la primera vez. Pero ella tenía muy claro que él no era como los demás. Y tampoco era un imposible. Sólo tenía que ir con mucho cuidado. Si era delicada, el vidrio roto no se rompería más.

La muñeca de trapo tocó al monstruo de los cristales. Estaba frío como lo estaba el hielo al que la arrojaron una vez pero notó cómo entraba en calor conforme dejaba durante unos segundos su mano redonda sin dedos en el mismo punto. Él se estremeció. Le recorrió un escalofrío. Luego sintió calidez. Luego se sintió… bien. Ella sonrió como si le acariciaran su pelo de lana. Pasó la palma de su manopla por uno de sus infinitos bordes cortantes. Con muchísimo cuidado. Notó el contorno irregular que un día no había existido, pero no se hizo daño. El monstruo suspiró aliviado.

Con su relleno de harapos, su textura esponjosa y paciencia, ella le explicó que sólo había que tratar a cada uno según el material del que estaba hecho para evitar las heridas. Pero nadie solía tomarse la molestia de averiguarlo.


La primera vez que lo vio, él ya estaba hecho de fragmentos desiguales y peligrosos. Por eso no se asustó. Sabía que no era culpa suya, que no siempre había sido así y se sentaba a sus pies jugando a imaginar cómo debió haber sido un día, lejos, antes de que lo empezaran a quebrar. Aunque le daba igual. La muñeca de trapo era cabezota y le gustaba su monstruo tal cual. Sí, había decidido que sería su monstruo. No sería guapa ni vistosa. No llamaría la atención en una estantería repleta de juguetes nuevos. No sería típica. Pero sabría enseñarle a acariciar su pelo de lana. Y tal vez a ser feliz.