domingo, 20 de enero de 2013

Implosiva

A veces metía la cabeza en el saco donde estaban todas las canciones que nunca le habían escrito pero que hablaban de ella, que eran tristes o alegres coincidiendo curiosamente con si su día era triste o alegre; el saco que escondía debajo de las mantas, y los libros, y las sonrisas, y que era suyo y sólo suyo y por eso le encantaba. El que nadie nunca vio. Dejaba que una sábana de suave calma le tapara el pelo mojado y esperaba.

La tormenta estaba al llegar.
Oía sus pasos.
Olía su perfume.

No siempre venía al final; en ocasiones, unas pocas gotas viajando en una brisa revoltosa era todo lo que se pasaba a saludar. A veces se dormía en la orilla, contándole a una caracola cómo era el sonido del mar y una de sus canciones alegres venía a darle los buenos días a la mañana siguiente. Y todo había sido un sueño, y todo era igual que ayer, y todo volvía a poder ser o no ser.
A la tormenta le gustaba jugar.
Pero se había acostumbrado a jugar con ella, y ya no le importaba. Sólo esperaba que viniera o que no viniera. Sólo esperaba, siempre, y eso era lo peor.

Y entonces, a veces...
La gran implosión.
El Big Bang al revés.

Aunque el mundo sólo oiría el susurro de una mariposa y una carcajada menos fuerte.
Pero si prestases un poco de atención, puede que escucharas de fondo una alegre canción cantada por una caracola.
No creas entender, no deduzcas, no interpretes. Sólo son palabras sin fondo. Puede ser, puede no ser, puede que nunca haya sido.
Puede que el huracán pase de largo. O que ella se quedara durmiendo en la arena otra vez, con la cabeza apoyada en un saco ajado.
Y flores, escarcha, lluvia y fuego. Y nada al derecho y todo sin sentido.
Y canciones,
y canciones...
y quizá
una tempestad a punto de implosionar.



Sístole


Sólo era una figura mal dibujada entre la niebla más espesa de las calles de Londres. Solía deambular cuando al caer la ceniza de mil frías noches escapaba entre los trocitos de hielo del Támesis para encontrar un lápiz del número 1 que se atreviera a dibujar su contorno imperfecto. ¿Y quién es? ¿qué es? ¿mujer por su larga cabellera? ¿fantasma por su empeño en desaparecer como el humo? ¿sombra por esconderse entre lo negro de un rincón solitario? ¿o un rayo de Luna, Gustavo?

Nadie lo sabía y muchos y todos y casi todos temían averiguarlo.

Cuando se dejó rozar una mejilla con el sol perpendicular, de cuando calienta, de cuando achina porque escandila, bailó las canciones de un puñado de pianos que sonaban a ritmo de allegro y ocurrió que desenrolló las cuerdas de algún pintor valiente y solitario.

Y quiso llorar, resbalar lágrimas de yodo por sus mejillas desiertas cuando al ver reflejada entre aguas inglesas su figura recién repasada y perfectamente delineada, observó con detalle y cosió con cruces en su memoria que sólo era un mujer que abandonó su tez mohína y lucía sonrisa y ojos que silbaban el amanacer despejado.

Lo notó sonando a canción de jazz como si un contrabajo tuviera en su pecho con dientes, encías y miradas no premeditadas. Lo notó y respiró y durmió.