La muñeca de trapo vio al monstruo de los cristales. Cuando
lo encontró, ya estaba hecho de pedazos puntiagudos y cortantes, capaces de
desgarrar la delicada tela que tenía por piel si no se acercaba con cautela.
Ella también estaba hecha de retales, pero eran suaves, de seda, algodón y
terciopelo, y estaban unidos entre sí con cuidadosas puntadas de hilos de
colores.
Los dos estaban rotos aunque eran diferentes. Él daba un
poco de miedo. Ella era muy cabezota.
Dio unos pasos hacia él, viendo su reflejo deformado en cada
esquirla vidriada. La luz lo atravesaba formando arcoíris desordenados. Era
hermoso, la verdad. Sólo había que saber mirar. La muñeca de trapo torció la
cabeza con curiosidad. El monstruo no se movió hacia ella, pero tampoco en
dirección contraria.
En realidad, contenía su helada respiración. Él daba un poco
de miedo pero en el fondo estaba asustado: ella podía dar media vuelta en
cualquier momento…
La muñeca entornó sus ojos dispares. Tampoco era bonita, en
un primer vistazo. Sin embargo era blandita y confortable y sonreía si le
acariciabas el pelo de lana. Pero eso no lo sabías si sólo la mirabas con
desdén en la distancia. No podías saberlo si únicamente te fijabas en lo
distintos que eran los tejidos que la cubrían, en que todos esos colorines no
combinaban entre sí o en que no habían encontrado dos botones iguales para
coser en su cara regordeta. No, un primer y rápido vistazo no podía hacerte
comprender que todo eso la hacía única. A ella ya le daba igual. Los jirones de
trapo que formaban su corazón se habían dejado de deshilachar con el paso de
las decepciones.
Dio un par de pasos más hacia él. El monstruo temía que se
acercara demasiado y pudiera cortarse con los añicos de su alma. No sería la
primera vez. Pero ella tenía muy claro que él no era como los demás. Y tampoco
era un imposible. Sólo tenía que ir con mucho cuidado. Si era delicada, el vidrio
roto no se rompería más.
La muñeca de trapo tocó al monstruo de los cristales. Estaba
frío como lo estaba el hielo al que la arrojaron una vez pero notó cómo entraba
en calor conforme dejaba durante unos segundos su mano redonda sin dedos en el
mismo punto. Él se estremeció. Le recorrió un escalofrío. Luego sintió calidez.
Luego se sintió… bien. Ella sonrió como si le acariciaran su pelo de lana. Pasó
la palma de su manopla por uno de sus infinitos bordes cortantes. Con muchísimo
cuidado. Notó el contorno irregular que un día no había existido, pero no se
hizo daño. El monstruo suspiró aliviado.
Con su relleno de harapos, su textura esponjosa y paciencia,
ella le explicó que sólo había que tratar a cada uno según el material del que
estaba hecho para evitar las heridas. Pero nadie solía tomarse la molestia de
averiguarlo.
La primera vez que lo vio, él ya estaba hecho de fragmentos desiguales
y peligrosos. Por eso no se asustó. Sabía que no era culpa suya, que no siempre
había sido así y se sentaba a sus pies jugando a imaginar cómo debió haber sido
un día, lejos, antes de que lo empezaran a quebrar. Aunque le daba igual. La
muñeca de trapo era cabezota y le gustaba su monstruo tal cual. Sí, había
decidido que sería su monstruo. No sería guapa ni vistosa. No llamaría la
atención en una estantería repleta de juguetes nuevos. No sería típica. Pero sabría enseñarle a acariciar su pelo de lana. Y tal vez a ser
feliz.