sábado, 28 de noviembre de 2009

ayúdame... por favor

—Entra.

—¿Qué?

—Que entres… por favor.

Miré la puerta azul que nos separaba. Estaba vieja, llena de nombres grabados con la punta de una llave o pintados con rotulador. Parejas de nombres, escritos juntos, con “te quieros” y “4ever” alrededor. Vi el picaporte moverse ligeramente, casi una ilusión. Y la puerta se abrió un centímetro.

—Por favor… necesito tu ayuda –casi suplicó la voz de dentro.

Respiré hondo. Odiaba ese sitio, no me gustaba cómo olía, no me gustaba la gente a la que me encontraba allí, pero a veces no había más remedio que ir. Y, a veces, no había más remedio que entrar. Suspiré y empuje la puerta, tan sólo unos pocos centímetros más.

—Pasa –dijo, abriendo la puerta para dejarme sitio, y escondiéndose detrás de ella, para que no la pudieran ver desde fuera.

La miré a los ojos. Me miró brevemente y bajó la cabeza. Esos ojos oscuros que siempre estaban ahí. Siempre.

—¿Qué pasa? –pregunté casi en un susurro.

—Mira –dijo señalando con la punta de la nariz hacia abajo. Bajé la mirada hacia su cinturón, hacia sus manos que se encontraban casi agarrotadas alrededor de la hebilla…

—Qué –inquirí, frunciendo el ceño para fijarme mejor. No terminaba de entender…

—No puedo salir.

—¿Qué? –levanté la cabeza de golpe y la volví a mirar a los ojos.

—Que no puedo salir, cojones. Que he entrado a esta mierda de váter porque me meaba y no puedo quitarme el cinturón.

Miré de nuevo el cinturón. Y luego sus ojos. Y volví a mirar el cinturón y después a sus ojos.

Y me eché a llorar. Directamente. Sin pasar por el trámite de reír hasta que se te saltasen las lágrimas. Simplemente, éstas llegaron casi antes que la carcajada. Y la carcajada llegó, vaya que si lo hizo. De repente, éramos dos (casi) mujeres independientes, modernas, con un futuro prometedor, metidas en un cubículo de uno por uno, con un váter de plastiquete haciendo las veces de decoración y una de nosotras encerrada en sus propios pantalones. Y además, pegándole collejas a su amiga para que se dejara de reír. No podía más. Me apoyé en la pared. En condiciones normales, me habría muerto del asco de tocar aquella pared de azulejos que un día debieron de ser blancos, o algún color similar, pero no podía seguir en pie sin un punto de apoyo. Me dolía la barriga. Me dolía la mandíbula. Posiblemente me pegué algún cabezazo contra la puerta en una de las carcajadas. Me fui escurriendo, dejando los bonitos azulejos a mi paso de un gris más brillante. Mientras me gritaban que era una cerda y que parara de reírme. Pero la voz que me lo ordenaba no estaba seria. Levanté mi húmeda mirada y la vi, de pie, apoyada en la pared de enfrente (a escasa distancia de mí, el espacio no daba para más). Y también se reía. Y también lloraba.

Cuando conseguimos mantener mínimamente la compostura, forcejeamos con su cinturón. No era tan fácil como podría parecer en un principio. Tiramos, empujamos, empleamos más maña que fuerza y al final lo rompimos. Ya estaba: mi amiga era libre.

Salí de allí y esperé, riéndome contra otra pared (y siendo observada por todo el mundo como si fuera una lunática) a que terminara sus menesteres.

Y mientras miraba la puerta azul pensé que quizá algún día escribiría nuestros nombres en ella con la punta de una llave y un 4ever al lado.


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