El poeta clavó su daga en el pecho equivocado y sus manos de marfil se tiñeron de rubí. Llevaba demasiado tiempo en blanco, demasiados días a oscuras. Sin nada. Ya no bordaba palabras de oro en páginas de nieve que olían a mil mundos y gritaban libertad. No había migas que seguir por el camino, ni camino que llevara hasta su infierno, su lugar. Sólo un lago helado en el que nadie se atrevía a bailar. Las gotas saladas que un día esculpió en cien versos se escondían en un frasco de cristal y la primavera que anhelaba no terminaba de llegar. Mientras las plumas caían, se dio cuenta del miedo. Sintió el abrazo de la tela de araña, notó al vacío ocupar el espacio, todo el espacio. Y se miró en el espejo que sólo reflejaba una pared agrietada tras su espalda. Quizá era el comienzo del fin, quizá su fin durara toda la vida.
Las hojas vacías fueron cayendo
una
tras otra
a sus pies.
Lo único que había tenido siempre fue nada y ahora nada era más de lo que llegaba a tener. El tintero reseco sobre el escritorio le lanzó una última mirada de odio y de amor. El miedo le volvió a besar, la piedra que latía en su pecho lo quiso hundir hasta la raíz. El hilo que lo sostenía se tensó. Entonces, rompió el frasco de cristal y liberó las gotas de sal; y se desgarró la voz llamando a su primavera.
Si todo lo que alguna vez tuvo fue nada, haría de esa nada la más espléndida y la más suya.
Las palabras cayeron
una
tras otra.
Y el poeta desenvainó su daga sin mirar qué corazón se cruzaba en su camino.
Sólo rugir. Sólo su infierno.
Sólo su paz.
Con el último rayo del crepúsculo, el poeta se clavó el puñal.
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