Si la senda existiera, la seguiría. No diría que sin dudarlo, porque lo dudaría una y cien veces. Pero, aun así, la seguiría. Era demasiado tarde para volverse atrás y demasiado pronto para dejar de avanzar, así que daría otro paso sin prestar atención al baño escarlata que sus pies daban a su rastro. No sería difícil encontrarle, si se le quería buscar.
Haría una enorme cordillera juntando tres granos de arena y luego la echaría abajo de un soplo, como todas las batallas internas que había llegado a librar. Se quitaría el yelmo para gritar con furia antes de decidir atacar otra estúpida vez a un nuevo molino. Si el camino fuera real, podría matar al dragón con sus propias manos para recorrerlo, aunque sus profundos ojos de lava no le volviesen dejar dormir.
El pánico, la angustia, la frustración, la soledad. Podía vencerlos a todos, aunque le fuera su pálida vida en ello.
Sólo una cosa podría paralizarlo, anclarlo al suelo, hacerlo morir:
que no hubiese camino.
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