jueves, 24 de diciembre de 2009

doce campanadas y un fantasma solitario (I)

Suena una campanada en la lejanía, y después otra. Resuenan cruzando los solitarios campos, atravesando las susurrantes hojas de los árboles, introduciéndose por los recovecos de los muros derruidos. Se oyen, una detrás de otra, en el patio abandonado y rebotan entre las paredes mohosas de la gran sala. La oscura silueta de lo que un día fue un castillo se difumina en la noche en medio de un inmenso vacío. Una colina, un páramo desierto, unas ruinas negruzcas. Y a lo lejos, en lo alto de alguna iglesia sombría, suena una nueva campanada. Y otra, otra, y otra... hasta doce. Es la hora, siempre a las doce.

Un rumor tenue de cadenas que se arrastran estremece las piedras del corredor. El suave murmullo de una tela lo acompaña. Un ingenuo ratón chilla al paso de una sombra y la luz de la luna, que ha vencido a los gruesos muros colándose por las rendijas, produce un destello en el frío metal. Se pondrían los pelos de punta de quien estuviese allí, escuchando y observando, probablemente escondido en el negror de la escalera medio derruida. Pero allí no hay nadie que vea, nadie que escuche y mucho menos, con quien hablar.

El fantasma Casimiro suspira en su desánimo los retazos de su esperanza. Allí no hay nadie salvo él, con su sábana y sus cadenas. Nadie, aparte de los ratones que huyen cada noche cuando sale. Su soledad, que dura ya siglos, parece ser lo único que se resiste a derrumbarse en ese viejo castillo. Su soledad y su tristeza, que poco a poco, con el transcurso de los lustros, se fue convirtiendo en resignada melancolía. Si hubiese podido, hubiese muerto por una sola noche de compañía. Pero la muerte ya era cosa del pasado, un pasado muy, muy lejano.

Y el fantasma Casimiro se sigue sintiendo sólo en la noche, con su sábana blanca y sus cadenas.

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