miércoles, 22 de septiembre de 2010

Recuerdos caducos

Fue un caballero ilustre que se sintió orgulloso de su caminar. En un momento dado de la historia que escribió sentado entre nubes de fresa, aquella única que escribió para vivirla, decidió dejar su huella en el camino al abrigo de un árbol viejo. Eligió el lugar en el que guardar sus recuerdos con sumo cuidado para que el viento caprichoso, las fuertes tormentas vociferantes y el mar de la noche no pudiera borrarlos.

El momento se dio un día tras la lluvia. Se calzó sus botas marrón oscuro e hincó con fuerza su talón sobre el barro mientras fruncía el ceño dándoselas de persona interesante. Tan sólo un rato después, sonreía de manera satisfactoria cuando miraba su huella profunda en la tierra. Y sonreía también día tras día, de lunes a domingo a las nueve de la mañana, al ver que seguía allí como si de suelo lunar se tratara.

El 7 de octubre de 1963 fue el día en el que unos cuantos trajes con sonrisas y ojos de admiración le estrachaban la mano como si fuese el mismo dios personificado en apenas metro sesenta y cinco de estatura. Su pelo aun no había clareado y su mirada despertaba pasiones de todos los tipos y colores. El caballero, sin caballo y sin espada, se enfrentaba a la vida con valentía, miraba al horizonte como si alcanzarlo pudiera con dar solo un paso. Le encantaba acariciar sus momentos de soledad mientras cavilaba y sentía hierba fresca colándose entre los dedos de sus pies.





Aun recuerdo cuando este caballero ilustre recorría con sus ojos la habitación hasta encontrarme y luego venía y se sentaba a mi lado y me leía y me decía que me quería...





Un anciano de pelo cano, bajito y encorvado, sentado en un banco de un parque aparece como inmune al mundo real. El sol le da de medio lado y apenas se cuela entre cuatro hojas amarillentas de los árboles de un otoño de principios de noviembre. La mañana es sencillamente preciosa, es de esas de sonido de pájaros y sol caliente.

Una mujer a su lado, de unos cuarenta años, con el cabello semirrecogido y zapatos muy gastados es bella en esencia. Lee atentísimamente y en voz alta una novela de un millón de páginas sin pestañear y acerca sus labios al oído del anciano de su lado. Hasta incluso ves, de vez en cuando, a sus ojos sonreír.

Termina el capítulo de la novela al tiempo que observa al anciano esperando un regalo del cielo que no llega desde hace años. Demasiados años. La mirada del viejo perdida en la nada, su rostro perdido en la inexpresión y sus extremidades perdidas en la dependencia.

- Papá...

Como si se acordara del millón de páginas que escribió o de la cantidad de gente que le admiraba por cada una de ellas. Como si la recordara a ella. Como si fuese posible, había despegado la mujer en dos veces los labios pronunciando esa palabra para la que ya no existía respuesta.

Más tarde, en ese mismo instante pero como siglos antes, durante un momento caprichoso de la vida, uno cualquiera como cuando te sientas en un parque bajo el sol de otoño creyendo que hoy es igual que ayer, fue que el recuerdo débil de una bota clavándose en la tierra estrelló al anciano contra el mundo real. Luego vinieron las mil imágenes de mil páginas que una tras una habían surgido de sus dedos y prácticamente de los poros de su piel. Luego, la sonrisa de una esposa que le amaba. Y ya por último, una niña que corría por un pasillo con un enorme lazo rojo en la cabeza.

Pero... ¿quién era esa pequeña que corría hacia sus brazos?


El anciano, que por primera vez en algunos años hizo brillar el blanco de su pelo, pestañeó lentamente sin desviar su mirada. Al término de este espontáneo pero muy inusual movimiento, una lágrima, como la gota que resbala de una hoja después de muchas horas tras la lluvia, recorrió las arrugas del anciano. La mujer, que no le había quitado el ojo de encima ni un solo instante desde que había puesto fin al capítulo de la mañana, tuvo que nadar fuerte a contracorriente para no ahogarse en la lluvia que sin quererlo había empapado su rostro.


Cuando la mujer fue capaz, abrió el libro y continuó leyendo.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Ojos Grises, Ojos Negros (ii)

Ojos Grises miró a Ojos Negros.

“¿Dónde has estado todo este tiempo?”, parecía suplicar desde el fondo de sus pupilas.

Ojos Negros no podía apartar la vista.

“Buscándote”, respondía desesperada su mirada azabache. “Buscándote en cada rincón”.

Ojos Grises cerró los párpados y dejó escapar un suspiro entrecortado. Le costaba respirar.

“Buscándome...”, repitió sin abrir la boca.

“Sí... cada día, durante mucho, muchísimo tiempo”.

“Cada día, en cada esquina, en cada risa... en cada llanto”.

Ojos Negros siguió mirándola, ahora intrigado.

“Sí...”:

Ojos Grises seguía con los párpados fuertemente cerrados.

“En cada nueva persona... En cada par de ojos”.

Ojos Negros la miró aún más fijamente. De haber estado hablando en voz alta, ahora habría guardado silencio. Pero no hacían falta palabras entre miradas que se conocían tan poco, pero tan bien.

“¿Cömo...? ¿Cómo lo sabes?”.

Ojos Grises los abrió de repente, y volvió a clavar su mirada cenicienta en aquellas brillantes pupilas negras.

“Porque yo también te busqué, cada día, durante mucho tiempo. En cada par de ojos”:

Ahora fue Ojos Negros quien suspiró y apretó muy fuerte sus párpados cansados.

Mucho tiempo.

Cuando volvió a abrirlos, Ojos Grises tenía la mirada empañada y perdida en algún infinito más allá de las personas que se movían, siempre con prisa, a su alrededor. Seguía igual de preciosa que hacía tantos años. Más mayor, más vencida por la vida, pero hermosa y radiante, como la primera vez. Se acercó un poco más y le levantó la cabeza cogiéndola suavemente la la barbilla. La profunda mirada perlada volvió a atravesarle el alma por segunda vez en su vida.

Una lágrima tibia se escapó desde el fondo de los ojos plateados y resbaló por su mejilla hasta mojar la mano áspera que le rozaba la barbilla. No era la primera vez que lloraba por esos ojos negros, por imaginar cómo habría sido verlos, antes que nada, al despertar por la mañana. Pero ya...

“Ya... no puedo”, gimió desde el fondo de su cuerpo.

Él la miró como un animal al que acaban de herir y sabe que sólo le queda intentar sobrevivir desesperadamente. Volvió a cerrar los ojos y cuando los abrió, también estaban cubiertos por una bruma húmeda que lo difuminaba todo y sólo le dejaba percibir manchas a su alrededor.

“Lo sé, lo sé. Yo... tampoco... ahora ya no”:

Ojos Grises se arrojó a sus brazos y hundió su cabeza en el amplio pecho que le daba cobijo. Ojos Negros hundió la suya entre los alborotados cabellos rubios que se agitaban con el viento y la desesperanza. La apretó contra sí, le rodeó los hombros con sus brazos ya de hombre, mucho más fuertes que los de aquél chaval que la vio cansada y sonriente en una estación de metro, tantos años atrás. Sí, había cambiado. Estaba más alto, más corpulento, más varonil con esa barba de varios días. Pero ella habría reconocido aquella mirada en cualquier parte del mundo. Y aunque ella también había cambiado mucho, él llevaba grabados a fuego esos ojos que nunca podría olvidar.

Se separaron un poco y ella lo miró desesperada.

“Lo sé”, respondieron los ojos negros. “Lo sé”. Pero ahora sonreía entre las lágrimas.

Ella asintió y también sonrió, sin que cesaran de rodar mil lágrimas por sus bonitos pómulos.

“Lo sé”, repitió él acariciándole la mejilla con dulzura.

Dos segundos más de miradas y ella lo besó.

No importaba quién pudiera verlos, ni todas las explicaciones que tendría que dar si alguien lo hacía. Ni las discusiones, ni los enfados ni los problemas que podrían venir. Lo besó y ya no había nada más.

Él olvidó quién era, dónde estaba, quiénes había en su vida. Olvidó todo lo que estuviera más allá de aquellos labios y de ese pelo y de esa cintura. Se olvidó de los millones de personas que los rodeaban. Y casi se vuelve a olvidar de respirar.

Un último roce, muy suave. Una última mirada.

“Adiós”, dijeron los ojos grises.

“Adiós”, dijeron los ojos negros.

Ella y su cabellera rubia se dieron la vuelta y se fundieron una vez más con la multitud. Él se quedó clavado donde estaba, pensando cómo podría volver a su vida habiéndola perdido una vez más.

Para siempre.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

cinco segundos después (i)

La vio, y ya no había nada más.
Estaba preciosa. Puede que algo cansada, pero aun así, era lo más hermoso que había visto jamás. Ella lo miró y, por un instante, se le olvidó respirar.
Tenía sus ojos grises clavados en las pupilas, dolorosamente bellos, dolorosamente dulces. Y una pequeña sonrisa que se asomaba debajo de ellos, como una radiante luna creciente que teme resplandecer entre las nubes.
No sentía el ruido, no sentía los empujones, no sentía los murmullos disgustados de la gente con prisa. No sentía nada que no fuesen esos ojos grises atravesándole el alma.

Y decidió que esa era la mujer de su vida.

Lo decidió durante esos cinco largos, apasionados, deliciosos segundos en que se quedaron mirando, a tan sólo unos metros el uno del otro, en medio de una muchedumbre vacía.
Lo decidió una milésima antes de que las puertas del vagón se cerraran y se creyera morir. Se lanzó hacia ella, pero ya era tarde y el metro volaba sobre la vía como si huyera de algo. Creyó ver la desesperación en los ojos grises a través del cristal, o tal vez fue un reflejo de los suyos.
Y el vagón desapareció en la oscuridad despiadada.
Se quedó clavado en una peligrosa posición, muy cerca del hueco de la vía. No sentía el ruido, no sentía los empujones, no sentía los murmullos disgustados de la gente con prisa. No sentía nada que no fuesen esos ojos grises que le habían atravesado el alma.
Ocho millones de habitantes en una ciudad enorme.

Había encontrado a la mujer de su vida.
Y cinco segundos después, sólo había multitud.


Estaba cansada. Cansada de todo, cansada. Su mirada gris perdida entre los borrosos colores de la gente. Y, de repente, unos ojos.
Negros, grandes, hermosos.
Fijos en ella.
Su estómago hizo una pirueta y sostuvo la mirada para asegurarse de que no se equivocaba. No. Esos ojos negros eran sólo para ella. Una sonrisa muy pequeña, muy tímida, se le escapó de los labios sin pedirle permiso y se negó a irse de donde estaba. Sí, esa mirada tierna y salvaje era suya, para ella nada más.

Y lo supo. Aquél era el hombre al que quería amar siempre.

Lo supo cuando se dio cuenta de que ya no estaba cansada y que podría echar a correr a sus brazos en ese mismo momento.
Una milésima antes de que se cerraran las puertas a treinta centímetros de ella. Creyó que se moría.
Gritó, empujó, tiró, pero el tren ya había arrancado y sólo vio unos desdibujados ojos negros correr detrás de ella.
Le entró pánico. Gritó, sollozó, se llamó estúpida. Le temblaban las piernas. Se quedó pegada al cristal de la puerta, mirando la oscuridad del túnel.
Ocho millones de personas.

Había encontrado a quién amar
y cinco segundos después, sólo había soledad.