miércoles, 1 de septiembre de 2010

cinco segundos después (i)

La vio, y ya no había nada más.
Estaba preciosa. Puede que algo cansada, pero aun así, era lo más hermoso que había visto jamás. Ella lo miró y, por un instante, se le olvidó respirar.
Tenía sus ojos grises clavados en las pupilas, dolorosamente bellos, dolorosamente dulces. Y una pequeña sonrisa que se asomaba debajo de ellos, como una radiante luna creciente que teme resplandecer entre las nubes.
No sentía el ruido, no sentía los empujones, no sentía los murmullos disgustados de la gente con prisa. No sentía nada que no fuesen esos ojos grises atravesándole el alma.

Y decidió que esa era la mujer de su vida.

Lo decidió durante esos cinco largos, apasionados, deliciosos segundos en que se quedaron mirando, a tan sólo unos metros el uno del otro, en medio de una muchedumbre vacía.
Lo decidió una milésima antes de que las puertas del vagón se cerraran y se creyera morir. Se lanzó hacia ella, pero ya era tarde y el metro volaba sobre la vía como si huyera de algo. Creyó ver la desesperación en los ojos grises a través del cristal, o tal vez fue un reflejo de los suyos.
Y el vagón desapareció en la oscuridad despiadada.
Se quedó clavado en una peligrosa posición, muy cerca del hueco de la vía. No sentía el ruido, no sentía los empujones, no sentía los murmullos disgustados de la gente con prisa. No sentía nada que no fuesen esos ojos grises que le habían atravesado el alma.
Ocho millones de habitantes en una ciudad enorme.

Había encontrado a la mujer de su vida.
Y cinco segundos después, sólo había multitud.


Estaba cansada. Cansada de todo, cansada. Su mirada gris perdida entre los borrosos colores de la gente. Y, de repente, unos ojos.
Negros, grandes, hermosos.
Fijos en ella.
Su estómago hizo una pirueta y sostuvo la mirada para asegurarse de que no se equivocaba. No. Esos ojos negros eran sólo para ella. Una sonrisa muy pequeña, muy tímida, se le escapó de los labios sin pedirle permiso y se negó a irse de donde estaba. Sí, esa mirada tierna y salvaje era suya, para ella nada más.

Y lo supo. Aquél era el hombre al que quería amar siempre.

Lo supo cuando se dio cuenta de que ya no estaba cansada y que podría echar a correr a sus brazos en ese mismo momento.
Una milésima antes de que se cerraran las puertas a treinta centímetros de ella. Creyó que se moría.
Gritó, empujó, tiró, pero el tren ya había arrancado y sólo vio unos desdibujados ojos negros correr detrás de ella.
Le entró pánico. Gritó, sollozó, se llamó estúpida. Le temblaban las piernas. Se quedó pegada al cristal de la puerta, mirando la oscuridad del túnel.
Ocho millones de personas.

Había encontrado a quién amar
y cinco segundos después, sólo había soledad.

2 comentarios:

  1. Joder, qué historia más bonica. SEguro que aunque después hubiera soledad, ya tenían un motivo por el que levantarse la mañana siguiente... (y como la mente atrae todo, seguro que volvieron a encontrarse y acabaron felices y comiendo perdices)

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  2. gracias!! creo que va a haber segunda parte, pero advierto que los finales muy felices no es lo mío...

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