miércoles, 11 de agosto de 2010

amanecer (II)

Las mañanas no existen y las noches no acaban nunca, mientras los días se suceden, iguales, sin sentido. Parece que el tiempo no pasa cuando tu tiempo ya pasó y por delante sólo ves el infinito.
Sale la luna, se oculta entre las nubes, saluda desde los charcos. Todo es igual que ayer y mañana. Las madrugadas no importan cuando no tienes con quién compartirlas.
El fantasma Casimiro suspira en la escalera escombrosa.
Echa de menos el amanecer, pero sólo las tinieblas están dispuestas a acoger a un fantasma melancólico y la radiante luz de la mañana no es lugar para sus cadenas oxidadas. Sacrificaría su eternidad por un segundo de compañía. Pero ya nadie va por aquellos campos desolados y ¿quién va a acercarse a un siniestro castillo? No, la gente hace decenios que busca caminos alejados de ese sombrío lugar y tan sólo las campanas, allí, muy lejos, recuerdan que hay vida detrás de los negros muros.
No, quién va a acercarse a una ruina tenebrosa.
Una noche más, vagando por los oscuros corredores, arrastrando cadenas y asustado ratones. Una noche más, precedida de muchas otras y seguida, probablemente, de muchas más.
En soledad.
Se mueve con lentitud. Precisamente prisa no tiene. Mira la luna, única compañera. Lloraría si pudiera.
Lo distrae un destello dorado. ¿Dorado? Hace mucho que el oro y el lujo desaparecieron de este lugar. Se detiene en su vagar. Se habría detenido también su respiración, si tuviera.
No es oro lo que ve, aunque para él, resplandece más que cualquier metal precioso que haya visto jamás. En un rincón, medio escondida entre las sombras, yace una dama, con su largo cabello rubio derramándose sobre los sucios adoquines negros.

Casimiro cree volver a ver el amanecer.


doce campanadas y un fantasma solitario (I)

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